Hace unos días tuve que despedirme de mis compañeros. Mis padres quisieron enviarme a un internado. Lo sabía. No querían que estuviese aquí, decían que ocasionaba demasiados problemas. Lo peor de todo es que fueron tan crueles que me mandaron al internado más lejano que encontraron. Me hicieron coger un helicóptero y me llevaron hasta Holanda. El viaje se me hizo horrorosamente largo. Cada sonido, cada imagen, todo me recordaba a ellos; incluso el simple sonido de las hélices. Enseguida recordaba todos los momentos que viví con mis amigos, fueron muchos. Todo eran risas y diversión; no pensábamos en nada más que en eso, en pasárnoslo bien.
Mis padres solo pensaron en que quizás deshaciéndose de mí podrían ser más felices. Pero… ¿Y mi felicidad? ¿Eso no importaba? No es tan simple como decir: “Hasta la próxima, hasta luego”. Solamente porque quizás, seguramente, no haya una próxima vez. Dejé toda una vida atrás. Una vida llena de buenos y malos momentos.
Ciertamente, muchas veces pensé en cambiarme de colegio y empezar de cero. Quizás lo pensé, pero en el fondo sabía que no era lo correcto; que no sería feliz y, sobre todo, que a la hora de la verdad no sería capaz de irme. Por desgracia, es tarde. Ya he tenido que dejar absolutamente todo atrás. No podré recuperarlo. No me queda nada.
No creo que aguante mucho más aquí. Me derrumbaré. Todavía no me hago a la idea de no volver a poder recoger nueces del suelo del patio, o tirar objetos a los árboles esperando que algún que otro fruto caiga; o que, simplemente, unas gotitas de rocío aposentadas en el haz de las hojas de los nogales se derramen sobre tu rostro. Y a continuación volver a escuchar esas risas tan características, alguna que otra ostentosa, que por desgracia no podré volver a escuchar si no es por teléfono. Echaré de menos esa honestidad que algunas personas demostraban conmigo. Será horrible dejar todo eso atrás. ¿Ya qué más daba? No podría recuperar nada.
Me dispuse a preparar la mochila para el día siguiente. Al abrirla, descubrí una carta. Es cierto. Ya no me acordaba de ella. Me la dio una amiga de toda la vida uno de los últimos días de clase. En ella me recordaba nuestra frase de: “Tienes que buscar la segunda estrella a la derecha”. Me acuerdo de que yo siempre decía que no la encontraba. Y ella me respondía que tenía que creer en las hadas. Ojalá todo fuese tan fácil como en los cuentos, hacer un hechizo y con eso resolver todo.
Salí de la habitación y me dirigí hacia el hall del internado. A cada milésima de segundo que transcurría me sentía aún más unida a mi antigua casa. Al instante sentí hambre. Me dirigí al comedor. Los alumnos con los que me senté en la mesa empezaron a contarme sus hazañas. Yo no sabía expresar más que halagos aunque realmente no les estaba escuchando. Me agobié y salí fuera. Sabía que mi vida estaba destrozada. Llevaba poco tiempo ahí pero ya estaba harta.
Por suerte, todo esto es una historia y espero que jamás, jamás ocurra; porque realmente sería perder toda una vida. Como un nogal que pierde sus hojas en otoño.
IS
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