5 may 2010

QUERIDOS ABUELOS


Habían llegado las vacaciones de verano y mi familia y yo estábamos camino hacia el pueblo de mis abuelos. La Magdalena es un pueblo pequeño de León rodeado de montañas y atravesado por una carretera.


Antes de llegar ya se podían ver las ramas del viejo nogal saliendo por fuera de la tapia del jardín. Mi abuela nos abrió la puerta, sonriente como siempre, y en su mirada se veían las ganas que tenía de vernos. Mi abuelo estaba en su querida huerta repleta, como cada año, de tomates, zanahorias, patatas, lechugas y hortalizas.


La hierba estaba verde y húmeda, y la sombra de los perales protegía a las hortensias y a las demás flores silvestres. Al final de la huerta, pegadas al muro, entre los arbustos se escondían las fresas y las frambuesas. La presa estaba llena y el agua corría limpia y fresca.


Mi abuelo nos saludó con una regadera en una mano y una hoz en la otra, las dejó en el suelo y corrió a nuestro encuentro. Cuando llegaron nuestras primas empezamos a comer la paella de mi abuelo, la mejor. Mientras los mayores se reían, nosotras hablábamos de nuestras cosas, del colegio, de las amigas, de todo lo que íbamos a hacer este verano… Después de comer mi abuela salió a la huerta y volvió con una cesta de grosellas.


Cuando terminamos, mi prima María y yo fuimos a cazar saltamontes al prado de atrás. Como hacía mucho calor, entramos en casa. Mi abuela estaba cosiendo e intentó enseñarnos cómo dar unas puntadas en un mantel, pero el hilo no hacía más que enredarse.


Después mis primas, mi hermana y yo salimos a dar un paseo por el río en bicicleta. Paramos en el kiosco para comprar unos cacahuetes y unos helados. Las hojas de los árboles se movían lentamente al son del viento. Nos sentamos en la orilla del río donde había menos corriente.


Estaba atardeciendo y volvimos a casa. A mis abuelos no les gusta que lleguemos tarde a cenar. El abuelo había encendido el horno de carbón y había metido unas manzanas con azúcar. A mi hermana le encantan las manzanas asadas.


Después salimos fuera y encendimos una pequeña hoguera. Mi abuelo encontró un búho, nos lo enseñó y, con mucho cuidado, lo dejó sobre la rama de un árbol. Las estrellas brillaban sobre el cielo oscuro. La luna estaba finísima, tanto que parecía que con un soplido se podía caer.


Al día siguiente fuimos a pescar. Mi abuelo, todo un experto, mi tío, mi padre y yo, toda una aprendiz. Los demás preparaban la merienda en el campo, pero esa es otra historia.


Así recordaré a mis abuelos: felices, en su huerta, cosiendo, pescando, con sus flores… Esperando vernos en verano, en invierno, en otoño, en primavera… Cualquier momento es bueno para estar con ellos.




E. G. 2º ESO

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