Lunes, 27 de noviembre de 1993.
Llueve. Demasiado para
mi gusto. Lleva así unos días y no creo que vaya a parar. Ahora mismo estoy
contemplando las gotas de lluvia, a ver si me entretengo algo. Aunque sólo sea
un poco. Es mucho mejor que hacer los deberes que nos mandan los profesores día
tras día, mucho mejor que estudiar para los exámenes.
           Nada
es nuevo, todo es lo mismo. Lo peor de todo esto es que creo que me estoy
acostumbrando. Londres siempre es igual, oscuro, húmedo e incluso un poco
siniestro. La verdad es que casi nunca sale el sol. Creo que por eso me gusta
tanto.
           Voy
a dejar de escribir, tengo que ir a cenar. Ya veremos cómo me lo paso mañana.
           Jueves,
30 de noviembre de 1993.
           Estos
días anteriores me ha pasado algo muy raro. Como de costumbre, tengo poco
tiempo para contarlo por culpa de los malditos deberes. Intentaré escribir lo
que me ha pasado, más que nada para que no se me olvide, aunque estoy segura de
que esto lo recordaré siempre.
           El
caso es que hace unos días…
           Ahí
estaba yo, en mi habitación, haciendo los deberes (¡que novedad!). Se me acabó
la tinta del bolígrafo y, cuando me levanté por otro, noté algo raro en el
ambiente. No puedo explicar qué fue, porque no tengo palabras para ello; si no,
lo haría.
           De
repente, mi espejo se rompió en mil pedazos y mi cuarto se llenó de cristales.
Al principio pensé que fue mi vecino de arriba, siempre cantando ópera, quien
había causado los daños, pero luego me di cuenta de que era una tontería y me
centré en el espejo rojo.
           Fui
a contárselo a mi madre pero no estaba en casa. Eso me dejó sorprendida, ya que
no me había dejado la nota que suele dejar sobre la mesa, explicando dónde ha
ido y cuándo regresará. La llamé una y otra vez, y nada. Tardé un poco en darme
cuenta de que me había quedado sin voz, de que a mi alrededor no se oía nada,
ni un solo ruido. En esos momentos me acordé de la película de cine mudo que
había visto un fin de semana atrás, con mis amigas. Había durado dos horas, pero
fue muy divertida.
           Saqué
el reloj de mi bolsillo y le eché una ojeada para ver la hora. Había algo extraño,
pero no sabía el qué. Cuando me di cuenta, me quedé de piedra. El reloj iba
hacia atrás. Era digital, por lo que los minutos y los segundos continuaban,
pero hacia atrás. No lo sé explicar bien porque nunca lo he visto antes. No lo
consideré una buena señal.
           Salí
a la calle y corrí, corrí hacia ninguna parte para huir de aquel mundo que no
era el mío. Seguramente aquello fue lo más estúpido que he hecho en toda mi
vida, pero estoy segura de que la mayoría de la gente habría hecho lo mismo.
           A
medio camino, encontré una casita de cristal, muy pequeña. Tenía dos ventanas
pero no había puerta. En una ventana había oscuridad, estaba todo negro y, si
te acercabas mucho, sentías frío. Por la otra me vi a mí misma en mi habitación
con mi madre. Esperé un rato y observé que salía de casa e iba con mis amigas a
dar un paseo. De pronto, esa “yo” extraña se dio la vuelta y me hizo un gesto
de burla. No me lo pude creer. Aquella “cosa” se estaba haciendo pasar por mí,
me estaba robando la vida.
           Continué
corriendo, esperando llegar a algún sitio, aunque todo era como un gran
laberinto. Al final llegué a una ciudad llena de personas que parecían más
fantasmas que humanos. Tenían la piel muy blanca, caminaban sin rumbo fijo e
iban de puerta en puerta pidiendo ayuda. En la muñeca llevaban una pulsera azul
y blanca, hecha con hilos de lana. Allí tampoco se oía nada.
           Me
acerqué a una chica más o menos de mi edad y le pregunté qué estaba pasando y
por qué todos pedían ayuda, si nadie podía escucharlos. Me escribió en el brazo
que “algo” les había arrastrado hasta ahí y les había sustituido en el mundo.
Leí con atención y poco después ya estaba yo corriendo otra vez para averiguar
si había algún modo de escapar.
           Miré
el reloj, vi que mi tiempo se acababa. Apareció un agujero en el suelo, no me
dio tiempo a frenar y…como era de esperar, me caí. Todo fue muy rápido.
           Poco
después me desperté, con un dolor de cabeza tremendo, pero aliviada de que todo
hubiera sido un sueño. Mejor dicho una pesadilla. Por eso me quedé helada
cuando vi en mi muñeca la extraña pulsera que llevaban aquellas personas. He
intentado quitármela pero no hay manera. No sé qué pensar de todo esto.
           Al
parecer mi madre tampoco supo qué pensar cuando se lo conté. Lo único que hizo
fue llevarme al psicólogo a ver qué me pasaba. Él le dijo a mi madre que “puede
ser que estudie demasiado”. Ella se lo creyó y yo ahora estoy viendo la tele.
Dejaré que piense eso, por ahora. Tal vez mi pesadilla no haya sido tan mala,
después de todo.
Noelia M. G.
2º ESO 
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